Roma Sur 2.30
Nada respiraba armonÃa en ese departamento. Era como si el odio mismo hubiese decidio vivir ahÃ. Ya nadie se hablaba. Y si se hablaban era para gritarse, espuma en boca, y desearse mÃnimo la muerte. Ya no habÃa plantas, sólo sus tétricos recuerdos aferrados a la maceta desdentada. El gato recibÃa a las visitas –todas del gobierno- con una cara provocadora de “¿y tú qué güey?â€?, antes de esconderse a toda prisa ante las intenciones gastronómicas de sus dueños. Los vecinos que nunca les habÃan hablado ahora quisieran verlos desaparecer. El amor aquà ya no era un lujo, sino una imposibilidad. La mugre que se acumulaba a diario en cada diminuto rincón era tal que las hormigas que solÃan abastecerse por años enteros decidieron un buen dÃa escribir con sus cuerpos un mensaje muy claro: “¡hasta la madre!â€?
La madre habÃa fallecido después de una larguÃsima agonÃa que el resto de la familia parecÃa haber disfrutado hasta el último soplo. Tal vez su única respuesta a los años de escarmiento, tortura y vejaciones procuradas siempre detrás de una fachada de pureza religiosa. Su regaño tÃpico, “¡ven que Dios te quiere hablar!â€? y el calcetÃn blanco que entonces se ponÃa en una mano armada de una filosa navaja se les continuaba apareciendo por las noches acompañado de aullidos y cicatrices palpitantes.
El padre, jubilado desde hace una eternidad, recibÃa una huesuda pensión que le permitÃa seguir ahorrándose las comidas de sus hijos quienes ya creciditos, podÃan aspirar ahora sà a trabajar por si mismos y pagarse su educación, o robar, lo que les acomodara mejor.
Para Estricnina –nombre que le puso su padre de cariño- nada de eso valÃa la pena, sólo la televisión contaba en realidad: horas de evasión le proporcionaban un trabajo como perito en criminalÃstica, en Las Vegas, Miami o Nueva York; una familia poderosa cuyo lÃder dirigÃa la cruzada contra la Maldad mundial, un novio asesino serial y una casa propia con niños en una zona residencial ¡ah! y los celos del amante rubio armado hasta los dientes.
Su hermana, Cianuria, preferÃa no evadirse, no desahogarse ni buscar ayuda. Su idea era que si lograba aguantar toda la mierda junta durante un buen tiempo, con esfuerzo y dedicación lograrÃa explotar un buen dÃa en que no tuviese que arrepentirse de acuchillar a los lastres que tenÃa por familia.
El hermano menor, Magnánimo, estaba en la cárcel, y cuando no estaba en la cárcel, estaba con sus amigos del barrio planeando algún atraco, de modo que casi nunca estaba en casa, excepto para dormir. Su cuarto olÃa al aliento de un sapo fumador adicto a las cebollas. La ropa regada por todas partes escondÃa la comida putrefacta y la droga. En algún lado se encontrarÃa a Mickey su ratón, disecado entre capas de camisas arrugadas. Su perro, TribilÃn, veÃa el horizonte desde la azotea en la que parecÃa vivir, contando los dÃas en que la amargura le apretaba la garganta, viendo de sus ojos llorosos cada amanecer, cada puesta, tratando de entender si en algún momento, alguien se acordarÃa de él y le darÃa un buen plato que comer. Encadenado, seguÃa el vuelo de las aves mientras aguardaba sin fuerzas su destino.
(© Moscaman 2005)
(Ilustración: Mujer desnuda con cabello rojo de Eduard Munch)
¡Qué sórdido! pero me imaginé perfectamente la escena. Me recordó las novelas de Zola plasamando la corrupción y putrefacción de una sociedad. En especial me gustó la metáfora «Su cuarto olÃa al aliento de un sapo fumador adicto a las cebollas», se me hizo de un humor negro como el cuadro que acabas de pintar.
Gracias por tu comentario Naïade. Pensé en agregarle el humor para no dejarlo verdaderamente desolador, aunque las variaciones me las permitiré en otras publicaciones.
Moscaman,
Buena historia, fino lenguaje, y en algunos momentos, hasta con escenas bucólicas. Me gustan mucho tus cuentos.
Vicky